Hay que ir sí o sí el 6 de noviembre a la Sala de las Américas. Por lo menos antes de que los retrógrados de siempre aparezcan.
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Anónimo
dijo...
La muertes deseadas
Por Jaime Bayly
Muchas son las muertes que yo deseo, no sólo las de Fidel y Raúl Castro, por secuestrar la libertad de los cubanos más de medio siglo y humillarlos y esclavizarlos. A Fidel me gustaría verlo sentado en el inodoro, pujando en vano porque los intestinos se le han amotinado y todo él es pura mierda que ya no puede evacuar ni por el ano artificial que le han perforado en el pecho. A Raúl me gustaría verlo morir borracho, vomitando, tumbado en un parque en la penumbra, confesando que todo fue un fraude para usurpar el poder y beber buen vodka y andar en Mercedes. Al tonto de Bush, que se volvió más tonto cuando dejó de beber y meterse cocaína y empezó a cultivar amistad con Dios (que es algo mucho más tóxico y peligroso que la cerveza o la coca), me gustaría verlo morir cazando con Cheney, los dos idiotas con escopetas persiguiendo patos o liebres y de pronto a Cheney le da un infarto o preinfarto y aprieta el gatillo y mata por la espalda al oligofrénico feliz de W, que, siendo el más tonto de todos los hermanos, terminó siendo presidente, cosa curiosa, misteriosos son los designios del Señor. Al Papa Benedicto, ese viejo nazi y marica, me gustaría verlo morir gozando, chillando en latín, mordiendo la almohada, sodomizado por diez mauritanos aventajados y sin vaselina, a pura saliva, y que antes de que muera de éxtasis y placer inenarrables le dejen el culo como pozo de petróleo y alcance a decir (en alemán, idioma en que supo cantar loas a Hitler) que todo lo que defendió era mentira y que ser gay no es malo sino estupendo y saludable y que ser ensartado por un puñado de africanos es un placer supremo que la Iglesia no ha de seguir condenando y Dios Nuestro Señor habrá de perdonarle, no así los zapatos Prada rojos que suele calzar, infames. A Clinton me gustaría verlo morir follando con ayuda del Cialis y el Viagra a su bienamada Hillary, un esfuerzo hercúleo que naturalmente acabaría por costarle la vida. Y a Hillary, que ha de tener un pene no menor, o no menor que el mío, me gustaría verla morir ganando las elecciones y nombrando primera dama a Michelle Obama y comiéndole el coño hasta expirar deshidratadas y felices, basta de hipocresías. Al canalla de Ortega me gustaría verlo morir de viejo, calvo, sin dientes, condenado a cadena perpetua en una mazmorra de Managua, maloliente como su aliento pérfido, al lado de ese otro pillarajo y asaltante de caminos, el chancho Alemán. Y a la desalmada de su mujer, que dice ser poetisa, me gustaría verla arder en la hoguera por encubrir y consentir los abusos sexuales que Ortega cometió con su hija adolescente. A Evo no me gustaría verlo morir, pues hay algo en él que me inspira una cierta ternura, como la ternura que inspira una oveja bebé que se extravió del rebaño y es devorada por las hienas. Pero me gustaría que se retirara de la política y se dedicara a jugar al fútbol, que es lo que de verdad le pierde y hace con cierto talento cuando lo juega a cuatro mil metros de altura y masticando hojas de coca. A Correa no me gustaría verlo morir todavía, es joven y actor frustrado, lo que quisiera es que se quedara mudo o, mejor aun, sordomudo, para que deje de decir, en ese tono plañidero que es el suyo, tantas zarandajas y paparruchadas. A Piedad Córdoba me gustaría que la secuestrasen y la tuviesen atada a un árbol seis años como mínimo, y que la obligasen a comer arroz con frijoles en el mismo plato donde antes ha defecado, para que sepa lo que padeció Ingrid Betancourt cuando era rehén de los angelitos que ella defiende con un ardor casi vaginal. La señora Bachelet merece vivir cien años como mínimo y pasar un fin de semana ardiente, lubricado y multiorgásmico con Arjona, y lo merece por ser una mujer buena, sencilla y humilde, que no anda por el mundo sermoneando en tono crispado como Cristina. A Cristina y su esposo no me gustaría verlos muertos, lo que me gustaría es que sufran un poco, apenas lo razonable. A Cristina, tan chavista cuando necesita dinero, y tan capitalista cuando necesita bolsos y zapatos, me gustaría que la obligasen a vestirse toda de colorado, como buena revolucionaria vendida al chavismo, con guayabera y pantalones, sin maquillaje alguno, sin peinadores ni estilistas afrancesados, sin esos ojos repintados de vampiresa ajada, toda de colorado y al natural, salidita de la ducha y con la cara agrietada como un bloque de hielo patagónico, que si dice que no miente en política, que tampoco nos mienta con su cara, que es una suma de falsificaciones e imposturas (capitalistas todas y muy caras por cierto). Y a su esposo me gustaría verlo más bizco, mucho más bizco y extraviado, mirando para un lado con un ojo y para el lado opuesto con el otro, de modo que nunca nadie sepa, ni él mismo, ni su mujer, a quién está mirando. A Alan García no me gustaría verlo muerto, pero sí que, por ley, lo sometieran a dieta forzada, a dejar de tragar de ese modo obsceno en un país de famélicos, a trotar diez kilómetros cada mañana seguido por las cámaras y luego bañarse en el mar en un escueto traje de baño que exhiba ante las cámaras aquel vientre descomunal y creciente, amasado de saraos y francachelas que le pagan los pobres contribuyentes peruanos que ven cómo engorda descaradamente este rinoceronte voraz, casado con fina ciudadana cordobesa de más frugal apetito. A Chávez me encantaría verlo morir, por supuesto, pero no tiroteado por un francotirador ni envenenado por un conspirador ni en una reyerta por el poder entre generales y coroneles que codician el dinero del que ahora dispone este golpista lenguaraz que se cree emperador de América Latina. A Chávez me gustaría verlo morir de este modo exacto, detallado: que esté hablando en televisión en su infinito programa dominical y que de pronto haga una pausa entre cada bravuconada y diatriba que profiere y se trague un buen pedazo de arepa o cachapa y trate de seguir hablando pero no pueda, y que entonces se atragante, se le quede la cachapa entera con el maíz y el queso en el buche y se quede mudo por glotón y empiece a toser, a tener convulsiones y arcadas, y que antes de morir lance un vómito de color petróleo sobre las cámaras y su rostro bolivariano termine hundido sobre el charco viscoso de su vómito, por fin tieso, por fin en silencio, por fin reunido con el ánima de Bolívar, que ha de merodear por París y ver con repugnancia a este jabalí que usurpa su memoria y ni siquiera sabe follar como follaba él con sífilis y todo. Al Rey de España me gustaría verlo morir follándose a una puta dominicana ilegal en los parques de Madrid o navegando en Mallorca y arrojándose al mar y siendo devorado por unos tiburones como el tiburón de Chávez, por quien el Rey se dejó devorar a cambio de una amable rebaja en el precio del petróleo. No es por animadversión u hostilidad que le deseo muerte súbita a Su Majestad: es por devoción a los príncipes Felipe y Letizia, a los que deseo vida eterna, especialmente a Felipe, por guapo y buen tío y por escoger a una mujer tan encantadora como la ex periodista, que es mi amiga aunque no me conoce. A Zapatero no me gustaría verlo morir, porque me cae bien sólo porque legalizó las bodas gay y tuvo el coraje de enfrentarse a los obispos y a las marujas del Corte Inglés (todas bien peinadas por peluqueros homosexuales a los que hacen confidencias desgarradas), pero sí me encantaría que, de pronto, atacado por un raro trastorno hormonal, se descubra gay, pero gay sin ambages, y se separe de Sonsoles, tan encantadora ella, y se case con Boris Izaguirre, que tendría que divorciarse de Rubén, lo que me haría tan feliz, y convertirse en la primera dama española venezolana de la historia. Y que Zapatero y Boris, recién casados por un juez arisco del PP, se besen con la pasión con que nos besamos alguna noche de verano Boris y yo ante las cámaras de la televisión catalana, es decir con lengua y a por todas, como han de besarse los hombres muy machos. Pero es evidente que no me será dado el privilegio de asistir a esas muertes tan deseadas e improbables, porque de momento me hallo empeñado, con tesón y buen gusto irreprochables, en provocar la mía propia a base de pastillas, que es como mueren los caballeros, sedados y en su cama.
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La muertes deseadas
Por Jaime Bayly
Muchas son las muertes
que yo deseo, no
sólo las de Fidel y
Raúl Castro, por secuestrar la
libertad de los cubanos más
de medio siglo y humillarlos y
esclavizarlos. A Fidel me gustaría
verlo sentado en el inodoro,
pujando en vano porque
los intestinos se le han
amotinado y todo él es pura
mierda que ya no puede evacuar
ni por el ano artificial
que le han perforado en el
pecho. A Raúl me gustaría
verlo morir borracho, vomitando,
tumbado en un parque en
la penumbra, confesando
que todo fue un fraude para
usurpar el poder y beber
buen vodka y andar en
Mercedes.
Al tonto de Bush, que se
volvió más tonto cuando dejó
de beber y meterse cocaína y
empezó a cultivar amistad con
Dios (que es algo mucho más
tóxico y peligroso que la cerveza
o la coca), me gustaría
verlo morir cazando con
Cheney, los dos idiotas con
escopetas persiguiendo patos
o liebres y de pronto a Cheney
le da un infarto o preinfarto y
aprieta el gatillo y mata por la
espalda al oligofrénico feliz de
W, que, siendo el más tonto
de todos los hermanos, terminó
siendo presidente, cosa
curiosa, misteriosos son los
designios del Señor.
Al Papa Benedicto, ese viejo
nazi y marica, me gustaría
verlo morir gozando, chillando
en latín, mordiendo la almohada,
sodomizado por diez mauritanos
aventajados y sin vaselina,
a pura saliva, y que antes
de que muera de éxtasis y placer
inenarrables le dejen el
culo como pozo de petróleo y
alcance a decir (en alemán,
idioma en que supo cantar
loas a Hitler) que todo lo que
defendió era mentira y que ser
gay no es malo sino estupendo
y saludable y que ser ensartado
por un puñado de africanos
es un placer supremo que la
Iglesia no ha de seguir condenando
y Dios Nuestro Señor
habrá de perdonarle, no así los
zapatos Prada rojos que suele
calzar, infames.
A Clinton me gustaría verlo
morir follando con ayuda del
Cialis y el Viagra a su bienamada
Hillary, un esfuerzo hercúleo
que naturalmente acabaría
por costarle la vida.
Y a Hillary, que ha de tener
un pene no menor, o no menor
que el mío, me gustaría verla
morir ganando las elecciones y
nombrando primera dama a
Michelle Obama y comiéndole
el coño hasta expirar deshidratadas
y felices, basta de hipocresías.
Al canalla de Ortega me gustaría
verlo morir de viejo, calvo,
sin dientes, condenado a cadena
perpetua en una mazmorra
de Managua, maloliente como
su aliento pérfido, al lado de ese
otro pillarajo y asaltante de
caminos, el chancho Alemán. Y
a la desalmada de su mujer, que
dice ser poetisa, me gustaría
verla arder en la hoguera por
encubrir y consentir los abusos
sexuales que Ortega cometió
con su hija adolescente.
A Evo no me gustaría verlo
morir, pues hay algo en él que
me inspira una cierta ternura,
como la ternura que inspira
una oveja bebé que se extravió
del rebaño y es devorada
por las hienas. Pero me gustaría
que se retirara de la política
y se dedicara a jugar al fútbol,
que es lo que de verdad le
pierde y hace con cierto talento
cuando lo juega a cuatro mil
metros de altura y masticando
hojas de coca.
A Correa no me gustaría
verlo morir todavía, es joven y
actor frustrado, lo que quisiera
es que se quedara mudo
o, mejor aun, sordomudo,
para que deje de decir, en
ese tono plañidero que es el
suyo, tantas zarandajas y
paparruchadas.
A Piedad Córdoba me gustaría
que la secuestrasen y la
tuviesen atada a un árbol seis
años como mínimo, y que la
obligasen a comer arroz con
frijoles en el mismo plato
donde antes ha defecado,
para que sepa lo que padeció
Ingrid Betancourt cuando
era rehén de los angelitos
que ella defiende con un
ardor casi vaginal.
La señora Bachelet merece
vivir cien años como mínimo y
pasar un fin de semana ardiente,
lubricado y multiorgásmico
con Arjona, y lo merece por
ser una mujer buena, sencilla y
humilde, que no anda por el
mundo sermoneando en tono
crispado como Cristina.
A Cristina y su esposo no
me gustaría verlos muertos, lo
que me gustaría es que sufran
un poco, apenas lo razonable.
A Cristina, tan chavista cuando
necesita dinero, y tan capitalista
cuando necesita bolsos y
zapatos, me gustaría que la
obligasen a vestirse toda de
colorado, como buena revolucionaria
vendida al chavismo,
con guayabera y pantalones,
sin maquillaje alguno, sin peinadores
ni estilistas afrancesados,
sin esos ojos repintados
de vampiresa ajada, toda de
colorado y al natural, salidita
de la ducha y con la cara
agrietada como un bloque de
hielo patagónico, que si dice
que no miente en política, que
tampoco nos mienta con su
cara, que es una suma de falsificaciones
e imposturas
(capitalistas todas y muy caras
por cierto). Y a su esposo me
gustaría verlo más bizco,
mucho más bizco y extraviado,
mirando para un lado con un
ojo y para el lado opuesto con
el otro, de modo que nunca
nadie sepa, ni él mismo, ni su
mujer, a quién está mirando.
A Alan García no me gustaría
verlo muerto, pero sí que,
por ley, lo sometieran a dieta
forzada, a dejar de tragar de
ese modo obsceno en un país
de famélicos, a trotar diez kilómetros
cada mañana seguido
por las cámaras y luego
bañarse en el mar en un
escueto traje de baño que
exhiba ante las cámaras
aquel vientre descomunal y
creciente, amasado de saraos
y francachelas que le pagan
los pobres contribuyentes
peruanos que ven cómo
engorda descaradamente
este rinoceronte voraz, casado
con fina ciudadana cordobesa
de más frugal apetito.
A Chávez me encantaría
verlo morir, por supuesto, pero
no tiroteado por un francotirador
ni envenenado por un
conspirador ni en una reyerta
por el poder entre generales y
coroneles que codician el
dinero del que ahora dispone
este golpista lenguaraz que se
cree emperador de América
Latina. A Chávez me gustaría
verlo morir de este modo exacto,
detallado: que esté hablando
en televisión en su infinito
programa dominical y que de
pronto haga una pausa entre
cada bravuconada y diatriba
que profiere y se trague un
buen pedazo de arepa o
cachapa y trate de seguir
hablando pero no pueda, y
que entonces se atragante, se
le quede la cachapa entera
con el maíz y el queso en el
buche y se quede mudo por
glotón y empiece a toser, a
tener convulsiones y arcadas,
y que antes de morir lance un
vómito de color petróleo sobre
las cámaras y su rostro bolivariano
termine hundido sobre el
charco viscoso de su vómito,
por fin tieso, por fin en silencio,
por fin reunido con el
ánima de Bolívar, que ha de
merodear por París y ver con
repugnancia a este jabalí que
usurpa su memoria y ni
siquiera sabe follar como
follaba él con sífilis y todo.
Al Rey de España me gustaría
verlo morir follándose a
una puta dominicana ilegal en
los parques de Madrid o
navegando en Mallorca y arrojándose
al mar y siendo devorado
por unos tiburones como
el tiburón de Chávez, por
quien el Rey se dejó devorar a
cambio de una amable rebaja
en el precio del petróleo. No
es por animadversión u hostilidad
que le deseo muerte
súbita a Su Majestad: es por
devoción a los príncipes
Felipe y Letizia, a los que
deseo vida eterna, especialmente
a Felipe, por guapo y
buen tío y por escoger a una
mujer tan encantadora como
la ex periodista, que es mi
amiga aunque no me conoce.
A Zapatero no me gustaría
verlo morir, porque me cae
bien sólo porque legalizó las
bodas gay y tuvo el coraje de
enfrentarse a los obispos y a
las marujas del Corte Inglés
(todas bien peinadas por peluqueros
homosexuales a los
que hacen confidencias desgarradas),
pero sí me encantaría
que, de pronto, atacado por
un raro trastorno hormonal, se
descubra gay, pero gay sin
ambages, y se separe de
Sonsoles, tan encantadora
ella, y se case con Boris
Izaguirre, que tendría que
divorciarse de Rubén, lo que
me haría tan feliz, y convertirse
en la primera dama española
venezolana de la historia. Y
que Zapatero y Boris, recién
casados por un juez arisco del
PP, se besen con la pasión con
que nos besamos alguna
noche de verano Boris y yo
ante las cámaras de la televisión
catalana, es decir con lengua
y a por todas, como han
de besarse los hombres muy
machos.
Pero es evidente que no
me será dado el privilegio de
asistir a esas muertes tan
deseadas e improbables,
porque de momento me hallo
empeñado, con tesón y buen
gusto irreprochables, en provocar
la mía propia a base de
pastillas, que es como mueren
los caballeros, sedados y
en su cama.
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