Para los que queremos entender un poco del desbande económico, pero no sabemos de números, y nos gusta el rock y la música, nada mejor que la nota que Alexis Oliva le hace a José María Rinaldi, profesor y economista de la UNC, para Prensared. Como para darnos cuenta qué tipo de vida hay después de Cramfields.
Pasen y lean
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Sol de noche
Martín Caparrós
Discuten de la luz, el sol, el tiempo: son días de metafísica –o de algo que se le parece por error. En todo caso el gran debate de la hora parece ser el del cambio de la hora y, como siempre, abundan improperios y nadie parece recordar la historia. Ayer releía un artículo que publiqué, al respecto, hace justo quince años, octubre de 1993, en un diario que supo ser independiente, y se llamaba La Desolación –el artículo, claro. Fue cuando el gobierno peronista de entonces decidió que no era cosa de seguir cambiando todo el tiempo y mandó parar: “Lo del sol me impresionó mucho. Me había desconcertado al principio, cuando me enteré de que este año no iban a modificar la hora, y después, hace unos días, leí una columna de Julio Nudler que daba una explicación: antes los gobiernos alargaban los días porque la energía era del Estado, que solía subvencionarla y quería gastar menos. Ahora que es privada, a los dueños les conviene que gastemos lo más posible y por eso nos dejan un día cortito: para que haya que prender la luz. Consumir”. O sea, para empezar: aquí siempre se cambió la hora hasta que el menemismo decidió dejar de hacerlo para que las eléctricas privatizadas –y, probablemente, algunos funcionarios– se hicieran unos mangos más.
Me dio, recuerdo, un patatús: tuve, durante años, la sensación de que me habían robado algo que me importaba. Me gustan mucho esas tardes que remolonean, que tardan en perderse. Salir del trabajo con luz, caminar, tomarse un vino fresco, leer, cocinar con los últimos rayos: en esos atardeceres de verano la vida parece un poco menos corta –y, quizá, menos cruel, o por lo menos menos boba. Pero en aquellos días un delincuente en el gobierno nos había robado incluso eso. A nadie le importó demasiado: parece que, al lado de unos millones de dólares y un par de samsonites, el sol no era gran cosa. Y sin embargo.
–Corrasé, por favor.
La frase fue famosa incluso antes de que existieran los colectiveros. Dicen que el Magno Alejandro, que todavía no trabajaba para Hollywood, se cruzó en una calle de Atenas a Diógenes, intelectual colérico. Diógenes vivía en un barril porque era un cínico; cuando se le acercó el Magno y le ofreció, dadivoso, maestro pídame lo que quiera –porque en aquellos días todavía había gobernantes que creían en algún tipo de saber–, Diógenes le pidió que se corriera porque le tapaba el sol. Era un cínico: no porque supiera sonreír para las cámaras antes de soltar alguna frase aguda ni decir lo contrario de lo que había sostenido la semana anterior. No; en esos días todavía recordaban que la palabra cínico venía de perro: los cínicos eran los intelectuales que ladraban como canes alertas, que no la dejaban pasar, que molestaban a las almas bellas.
–Le digo que se corra, Magno, que quiero ver el sol.
Así que lo del sol es una historia larga, y aquella vez aquellos peronistas vinieron y nos lo redujeron sin más luces. Era meterse con nuestras vidas un poco demasiado. Cuando alguien no llega a fin de mes, el sistema que hace que no llegue le enseñó a pensar que es culpa suya, que no ha sabido hacerse valer, que no se impuso, que fracasó. Es una de las mejores astucias de los dueños. Pero nadie duda sobre quién maneja las horas del día.
–Papi, papi, ¿por qué oscurece tan temprano?
–No sé, hijo, algo habrás hecho.
El tiempo siempre fue uno de los puntos resonantes de cualquier pelea social. Durante décadas, obreros del mundo se deslomaron por tener sólo ocho horas de trabajo, y les costó muchos muertos y muchas huelgas. Una huelga, sin ir más lejos, consiste en no entregar el tiempo que uno suele entregar. El tema es siempre el mismo: cuánto tiempo para uno y cuánto para los patrones. Pensado con sólo un poquito de distancia, es increíble que todo esté organizado sobre esta transa en la que hay que entregar un tercio o la mitad de la vida para comer todos los días. Es de terror, y que parezca normal lo hace más terrorífico. El tiempo para uno es el único recurso verdaderamente no renovable que tenemos –ése que a los ecololós nunca se les ocurre defender.
Y, dentro de ese tiempo, la luz y el sol forman parte del derecho adquirido, pero aquella vez nos lo sacaron para favorecer a unas empresas recién privatizadas y nadie protestó, o casi nadie; ahora en cambio, cuando vamos a volver a cambiar las horas, se alzan voces.
–No, mi querido Celedonio, estos mequetrefes no se detienen ante nada. Primero nos pignoran los frutos del sudor y del surco y ahora quieren manejar a su placer las horas.
–Así es, don Indalecio. Son unos badulaques descocados, ah los atrevidos. Se creen que van a posar sus sucias manos en las ínclitas manecillas de mi rolex.
Hay momentos en que somos un poco insoportables: nuestra tan mentada rebeldía. Yo detesto las pseudopsicologías nacionales, pero a veces se me hace que los argentinos inventamos –si es que inventamos algo– la vida gataflora. Que cuando nos la ponen, que cuando nos la sacan: lo importante es llorar cada vez que se pueda. Eso es lo que nos hace únicos: tan queribles, tan detestables. Me dirán que todo depende de una apreciación personal: que cuando estoy de acuerdo con el motivo de la protesta me parece lo mejor que tenemos, que cuando no estoy de acuerdo pienso que es lo peor –y les diré que sí, que aproximadamente. En cualquier caso, para bien y mal, siempre refunfuñamos. No hay pueblo en este continente que actúe así: tienen siglos de aprender a tragar, y en general tragan tragan tragan hasta que un día se les traba la gola y se despiertan y todo vuela por los aires. Nosotros, en cambio, estamos en la pequeña queja permanente: escupimos escupimos escupimos, y nunca hacemos nada en serio –o casi nunca.
Éste es un caso, me parece, claro: las charlas están llenas de protestas porque mañana va a cambiar la hora, personas y periodistas putean al gobierno como si el cambio de hora fuera otro capricho. Quizá, por una vez, habría que empezar por informarse: el “daylight saving time” –u “hora de ahorro con luz natural”– es un invento inglés de principios del siglo XX y se viene usando desde entonces. En estos días lo practican –y les sale bien– todos los países europeos, Estados Unidos, Canadá, México, Brasil y otros 150; no así Bangla Desh, Kazajstán, Nicaragua, China, Irak, Djibouti, Botswana, Malawi y el resto de África.
Los que lo defienden –en el mundo– con argumentos serios dicen que la baja en el consumo eléctrico no es grande –entre el uno y el cuatro por ciento– pero existe y que, además, reduce el número de accidentes de tránsito y los crímenes violentos, aumenta las ventas de los comerciantes y las actividades de los turistas. Es cierto que a cambio amanece más tarde: si hay que elegir –y casi siempre hay que elegir– mucha más gente está activa –y consume electricidad– de 8 a 9 de la noche que 6 a 7 de la mañana. Los que lo atacan –aquí– lo atacan y, cuando se acuerdan, dicen que les complica el sueño y que les resulta raro cenar con luz de día y que los clientes tardan más en entrar al restaurante y que este gobierno qué se cree. Yo lo celebro porque repara un gran curro menemista, pero sobre todo porque –queda dicho– pocas cosas me gustan más que esos largos atardeceres de verano en que uno puede llegar a creerse, por unos minutos, inmortal. Y a veces creo que la vida, al fin y al cabo, es sólo un largo, inútil, sostenido esfuerzo por olvidarse del final.
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