Levantarse a las siete de la mañana para entrenarse, trabajar, estudiar y volver a entrenarse. Más o menos, todos los deportistas amateurs repiten desde hace años la misma rutina, a las sombras de las grandes luces y de los reconocimientos masivos.
Este año, en el que se presumía que los deportes profesionales iban a ser los amos y señores de las alegrías (¡cuántas veces dijimos que éste era el año de los mundiales!), los amateurs se llevaron las palmas. Hubo, claro, honrosas excepciones como el tenis (finalista en la Copa Davis, con David Nalbandian a la cabeza) y alguno más, pero la mayoría de las buenas vinieron del lado de los que transpiran la camiseta sin esperar nada a cambio.
Encabezados por Los Murciélagos, bicampeones mundiales de fútbol sala para no videntes, y Germán Chiaraviglio, campeón mundial juvenil de salto con garrocha, por citar sólo dos casos, los héroes anónimos (frase robada de la canción del mismo nombre del grupo Metrópoli) demostraron una vez más, por si hacía falta hacerlo, que el fuego interno puede más que los billetes.
El resultado de los cordobeses en los Odesur (el 33 por ciento de las medallas de oro tuvieron olor a peperina), es un claro ejemplo de ello, porque más allá del nivel de la competencia, la satisfacción por estar entre los mejores no tiene precio. Sobre todo cuando hay un Estado que está casi ausente (valga la metáfora). Pero como somos una sociedad exitista, estos logros no alcanzarán para opacar la ausencia de títulos en fútbol, básquetbol, hockey sobre césped, etcétera.Sin embargo, no debe perderse de vista que más allá del negocio, el deporte tiene premios que no se miden en dinero. Lástima que la mayoría los medios nos olvidamos de eso.
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